clavadista, collage 23x23 cm. 2010
MINIENCUADRO. CRÍTICA DE LA MINIATURA
Nayra
Sanz Fuentes
Entre los artistas contemporáneos más destacados del
“arte en miniatura” realizado a lo largo del siglo XX, habría que destacar
la aportación realizada por el artista neoyorkino Charles Simonds (1945). En el
contexto norteamericano de los años sesenta, marcado por los movimientos de
contestación política y social en los campus universitarios, y en el que los
artistas buscaron un modo de expresión que se liberase de las formas de
representación tradicionales, Simonds optó por trabajar con la miniatura y por
reflexionar, ante todo, acerca de su ubicación en el territorio urbano. Es así
como surgieron los dwellings,
pequeñas moradas de arcilla que el artista situaba de manera clandestina en
barrios degradados de la ciudad. Los pequeños hombres –little people, en palabras del artista- que supuestamente habrían
habitado aquellas construcciones, eran el testimonio de civilizaciones nómadas
y arcaicas que rememoraban tiempos remotos. A través del fuerte contraste que
se generaba entre esas civilizaciones “arcaicas” y la gran urbe megalómana
neoyorkina, Simonds impelía a reflexionar sobre la historia, el tiempo, la
muerte, la creación y la degradación. Del mismo modo, con el uso de la arcilla
cruda como material arquitectónico, recordaba el distanciamiento paulatino que
el hombre contemporáneo había establecido con la tierra y con la naturaleza,
una lejanía que desembocaba en sociedades industrializadas y profundamente
consumistas.
Más de treinta años después, otro artista contemporáneo,
el portugués Baltazar Torres, comenzó también a trabajar con la miniatura, si
bien desde una perspectiva muy diferente. Su ámbito de exposición no sería ya
el urbano, como en el caso de Simonds, sino, de nuevo, la galería y las salas
de arte. Los materiales con los que Torres trabaja no son ya “primarios”
(madera, barro, etc.), sino aquellos estrechamente vinculados a las sociedades
industriales: plástico, metal, espejo, etc., y los espacios que genera se
relacionan con el mundo de la maqueta. Sin embargo, este artista, también
plantea con sus escenas una crítica frontal al mundo en el que habita. Sus
representaciones, caracterizadas por individuos aislados emplazados en
arquitecturas kafkianas (Ej: Colmenas,
Cuevas Urbanas), aluden directamente
a la problemática del hombre postmoderno del primer mundo: la “urbe del caos”
dominada por la alienación, la apatía, el consumismo y la soledad; una suerte
de esquizofrenia de lo real.
A punto de iniciarse la segunda década de siglo XXI Laura
Millán comenzó a realizar sus Miniencuadro;
pequeñas series en forma de cuadro en las que encierra a seres en miniatura en
escenas cotidianas, lúdicas y oníricas. Podría decirse que su estética, limpia
y minimalista, recuerda a aquella primera escena de Terciopelo Azul de David Lynch, en la que un bombero saluda
sonriente mientras atraviesa las calles impolutas de una pequeña ciudad
acomodada de los EE.UU. Todo el entorno aparenta una perfecta armonía, nada
desentona y, sin embargo, se intuye que algo turbio se esconde detrás de esa
fachada; un escenario que vela una realidad tenebrosa y desconcertante.
De este modo, a simple vista, las piezas de Laura Millán
parecen alejarse de aquella crítica social explícita que encontrábamos en el
caso de Simonds o Torres, no obstante, ésta se encuentra en la concepción misma
de la obra. Sus imágenes están relacionadas con el tiempo lúdico, como en el
caso de Clavadista, Patrones o Beso noche, al igual que con situaciones de ensueño, como Música, amor y cochino jabalino,
momentos que aluden, de una u otra manera, a un mundo de ilusión y perfección.
Pero no se debe de olvidar ni el espacio ni los materiales con los que estás “ingenuas”
imágenes están realizadas: pequeños marcos de madera prefabricados, repetidos
en serie ad-ifinitum; lugares que
congelan instantes de cotidianidad, caracterizados por el humor y lo surreal,
realizados con materiales de gran maquinaria postindustrial. Son instantes de
memoria, de vida, que acontecen creyéndose libres (Tokio, Ecovesan) y que,
sin embargo, están dominados por un mundo perfectamente gestionado. Es más,
igual que en el caso Simonds y Torres –y es aquí donde se encuentra la mayor
similitud entre los tres-, al estar creados a partir de la miniatura, esos
individuos –“felices” en el caso de Millán- no sólo están acotados y marcados
por un espacio cerrado y geométrico, sino que además quedan al acecho de una
mirada externa, en esta ocasión siempre superior. El ojo que ahora contempla es
el Gran Hermano de El show de Truman
que confirma que el orden, bajo su continua super-visión, funciona según lo
estipulado. Ante esta mirada panóptica que todo lo ve, cabe preguntar, ¿quién
observa a quién? ¿Si ellos son
observados, no lo estaremos también nosotros? Es entonces cuando ese mundo
feliz e ingenuo se desmorona para descubrir que, en la posmodernidad, todo lo
cotidiano se ha convertido, también, en ámbito de control, supervisión y
vigilancia.
Los Miniencuadro
esconden así una realidad bifronte cargada de una ironía no exenta de
incertidumbre. Estas piezas, que sin duda recuerdan cierta estética del arte
Pop de los 50, del mundo de la publicidad y del diseño gráfico, se desvelan, en
su aparente simplicidad, como inquietantes e, incluso, en términos de Sigmund
Freud, como siniestras –Unheimlich-: objetos
y situaciones perfectamente cotidianas y que, sin embargo, se perciben como
extrañas y desconcertantes.
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